Un hospital para la belleza

Hace un tiempo, trabajando con un grupo de niños y niñas sobre la creatividad, me regalaron frases, palabras y versos sorprendentes. El aliento poético de la infancia es inagotable, surreal y simbólico. Luego podamos sus alas.
Un chaval de ocho años definió árbol como: «Hospital donde nacen los pájaros.» Sabia y hermosa definición.
Hay personas a las que les molestan los árboles. Los hay también que desdeñan los perfumes de las flores, los cantos de los gallos al amanecer o los pétalos secos que el viento arrastra por las calles.
Son saludos de la naturaleza. Son ofertas que los vientos, las plantas y las hierbas nos regalan.
Hablamos de naturaleza, de conservación, de cuidados de los bosques, pero queremos una naturaleza domesticada, dócil, incolora e insípida.
Podamos árboles centenarios no para cuidarlos y mejorar su salud, sino porque nos molestan sus hojas y frutos en el asfalto. No pensamos en la hermosura que nos regalan los años que han ido construyendo ese milagro de la vida que es un gran árbol. No tenemos en cuenta que sus ramas son refugio de pájaros que también alegran las tardes con sus cantos… ¿O preferimos el sonido de cláxones, motores y sirenas? Quizá la humanidad prefiere sustituir la flor natural por la plástica: imperecedera y poco molesta, ya que no se pudre ni infecta de malos olores el agua del jarrón. Puede que sea mejor la melodía desafinada de la gran ciudad que el canto natural del gallo. A lo mejor es más bella la lata de refresco aplastada en el asfalto que la flor arrebatada a la enredadera por el viento. El olor del azahar es sustituido por el ambientador de oferta, la brisa por el ventilador, el canto del campesino por los auriculares enchufados a la oreja sorda a lo verdaderamente esencial.
Secuestramos la belleza. Sacrificamos el placer en aras de un confort mal entendido. A lo largo de mi vida he visto desaparecer árboles prodigiosos, llenos de vida, de savia sabia.
Todos pertenecían a mi paisaje, con ellos había crecido y había aprendido a amar la belleza. Jacarandás que se recortaban en el borde de una  carretera, araucarias que subieron por el aire durante largos años para tocar las nubes, laureles poblados de pájaros despojados de su follaje, ficus esplendorosos domesticados hasta perder sus lianas… Todos sacrificados por la mano humana.
El botánico hablará de ellos en sus tratados, el narrador convertirá en relato la ausencia de sus pájaros, el carpintero construirá un útil objeto con alguna de sus ramas y el poeta lo cantará convertido idea y palabra… Algunas ramas arderán en una hoguera, quizá calentando las palabras que embelesan en la noche. Pero el árbol que nos saludaba cada mañana ya no estará, ya no se oirá la algarabía de sus habitantes locos, ya no se
enredarán sus hojas en el viento.
La belleza de la naturaleza está herida. No la matemos. No seamos tan vanidosos pensando que podemos hacer lo que queramos con los cielos, las aguas y los campos.
Como dijo un indio Seattle al presidente que los invadía: «La tierra no pertenece al hombre, sino el hombre a la tierra».

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