La zancadilla
¡Qué hermosos eran los juegos infantiles! Incluso cuando alguien te ponía la zancadilla para que no llegases antes a la meta o al premio.
Podías hacerte un poco de daño, algún rasguño o un ligero hematoma. Todo se curaba con un poco de mercromina y ¡ya está!
Pero las heridas del espíritu, esas sí que perduran y no hay algodones para taparlas, no hay líquidos que las restañen.
A veces pienso que nací en otro mundo, lejos de la violencia y la podredumbre. No sé cómo se puede dormir tranquilo viendo las imágenes de niños que huyen, que buscan un lugar en el que poder soñar una vida digna. Una vez una niña pequeña me miró a los ojos y me dijo: “Es obligación de los mayores cuidarnos, pero lo más importante es que deben hacernos felices”.
A veces pienso que nací en otra galaxia. En un lugar con bosques de mazapán y azúcar, con hadas que sonríen a los niños, con duendes que pintan ríos de leche, con reyes bondadosos que aman a sus pueblos… Pero Jauja era solo un cuento.
A veces me avergüenzo de la humanidad. Me da miedo la vorágine que enloquece hasta cometer desmanes contra el mismo ser humano. Se agolpan los gritos en la garganta y no sé a quién debo gritar: “¿Qué hemos hecho?”
Quizá solo hemos aprendido a ponernos zancadillas. Cuando el miedo nos hace imbéciles, o cuando los imbéciles se creen los dueños del mundo recurrimos a la zancadilla, cuando no sabemos qué pensar es mejor que atacar, cuando no pensamos que la palabra es más útil que la bala, cuando nos hemos despojado de lo humano, dejando libre el animal salvaje… ponemos la zancadilla.
Por cierto, si mi humilde opinión sirviese de algo, yo propondría para premio Nobel de la paz a alguno de esos niños que corren en busca de la vida y una zancadilla ha derribado.
Ernesto Rguez. Abad