El hombre que era más pequeño que las lentejas

Esta historia ocurrió hace ya tantos, que ni siquiera es seguro que haya pasado. Eran los tiempos en los que la gente hablaba con los animales y los gigantes capturaban nubes para hacer dulces.
Pero nuestra historia no es de gigantes; al contrario, es el relato de un ser diminuto.
Llegó a la ciudad grande, un hombre pequeño. Era en realidad del tamaño de los minutos, de los suspiros o de las lentejas. Caminaba despistado por las calles, mirando los rascacielos y las palomas que subían a la luna.
Casi nadie lo vio. Sólo se le acercaron los gorriones desocupados, las barrenderas de minutos inservibles, los mendigos que cantan a la luna y los gatos callejeros.
La gente iba y venía. Caminaban sin cesar. No miraban,  no sonreían. La piel se había vuelto gris, las manos no sabían acariciar, las palabras tenían miedo a ser pronunciadas.
El hombrecillo, acorralado entre ruedas, zapatos y ruidos presurosos, miraba con los ojos atemorizados. No entendía hacia dónde querían ir, huir, desaparecer.
Habían perdido la agradable sensación de quedarse parados, sin hacer otra cosa que mirar, en una hoja en blanco, en una palabra, en la esquina de la brisa al atardecer.
¿A dónde querían ir?
¿Hacia qué lugar caminaban?
El resto del relato sucedió en la entrada de un enero despistado. Justo en la puerta, el hombrecillo tembló de frío y un copo de nieve cayó del dintel. Él lo miró aterrado. Parecía que todo el cielo se le venía encima. El golpe lo enterró en la tierra. Nunca más lo volvieron a ver los gatos taciturnos, las vagabundas que recogen estrellas extraviadas ni los insectos temerosos.
El hombre semilla renació en un árbol enorme. Sus ojos navegan por otros meses regalando deseos, dejando ilusiones a su paso, dibujando sonrisas.
¿Te ha gustado este contenido?. Compártelo: