La flor que creció prisionera

Nació una flor. Desde mi ventana había visto la maceta seca durante los días de frío y lluvia. Fue un invierno oscuro y largo. Mi vecina puso el tiesto en el alféizar. En los meses de frío y reclusión lo miraba como si fuese una referencia de lo que pasaba fuera de mi. La tierra renegrida. El pequeño tronco retorcido y seco. Las ramas como garras de pájaros disecados.

Había llegado una primavera más. Brotes de vida encendieron la escamosa corteza. Los pétalos, chispas de color, cambiaban el paisaje. Nacía la flor. Bostezo de luz. Parecía que habían robado toda la claridad al sol.

Mas la gente seguía igual. Ni siquiera abril pintaba sonrisas en los labios secos. Una primavera en la que sólo florecen malas noticas no es primavera.

Una niña llamada Sofía me regaló este haiku.

La gente no sonríe,
me pone mala cara.
Estoy triste.

En realidad me lo envió su maestro. Hay maestros que tienen el alma llena de sensibilidad, de ternura, de pasión por la enseñanza. Esta época se caracterizará por la falta de respeto, por la carencia de referencias culturales, por la vanidad que hace que no tengamos mecanismos de autocrítica… Mas siguen habiendo faros llenos de vida, llenos de sabiduría, llenos de cariño al hecho grandioso de enseñar.

Hace unos días los tertulianos de un canal televisivo se enfrascaban en un debate sobre educación. A raíz de una zafia noticia, que había salido en la prensa sobre los resultados de unos exámenes a aspirantes a maestros, se dieron opiniones, se propagaron infundios y se hicieron críticas injustas. En la referida tertulia hablaban de faltas de ortografía, de carencias en los conceptos básicos, de errores aritméticos… Siempre había pensado que los exámenes eran un documento privado, que sólo atañían al examinando y al examinador. Había olvidado que ahora todo puede airearse en tv. Los canales llenan horas y horas de debates con tertulianos que pasan de un canal a otro, convertidos en estrellas mediáticas capaces de hablar de cualquier tema o disciplina. Es admirable su capacidad para crear opiniones y para llenar las horas de sobremesa de tantas vidas vacías. Ante ellas despliegan sus teorías y censuran, analizan, dictaminan. Incluso hablan más del trabajo en las aulas que los profesionales de enseñanza. Adoctrinando a los maestros, dictaminando cómo se debe enseñar. Sí, señores, podemos hacer debates sobre enseñanza, pero con profesionales de la docencia. Podemos cuestionar las cosas, pero no podemos estigmatizar una profesión. No es ético crear opiniones negativas sobre el digno trabajo que ejercen muchas personas en silencio, entre la sombra de las paredes del aula de un pueblo en las montañas, o a la orilla de una playa en la que descansan las barcas de los pescadores, o en las afueras de una bulliciosa ciudad… Muchos son los maestros, los enseñantes anónimos que escriben con corrección, que piensan con claridad, que inculcan principios éticos y estéticos a sus alumnos…

Maestros que despiertan la emoción de sus discentes, que abren internet para que vean que en la red también nacen flores y poesías, para que escriban lo que sienten, lo que les preocupa, lo que les inquieta.

Habrá malos maestros, como en todas las profesiones hay pésimos profesionales. Pero también hay y ha habido extraordinarios enseñantes que han construido maravillosos mundos interiores a sus alumnos, que han puesto las bases para crecer, para caminar hacia el viaje iniciático del aprender a vivir.

Investigadores, científicos, hombres y mujeres de mundo de la justicia, los profesionales de la prensa… Todos hemos recibido una base imprescindible para crecer de esos anónimos y poco valorados maestros.

Recuerdo un relato poético de Luis Feria. En él se habla de un maestro, de los recuerdos, de la sociedad que lo olvida.

“A Don Nazario se le podían poner piedritas en su silla; las quitaba y a otra cosa. Si escribíamos en la pizarra algún mote con grandes letras de tiza, las borraba y nada más. Era como si no se enterase o como si no le importara. Ya ni nos molestábamos; para qué. Al intentar alguna trastada lo hacíamos desganadamente, sin demasiado interés. Don Nazario parecía vivir a gusto entre nosotros, con la escuela y sus libros, sus recuerdos.

Cuando murió tenía, al lado de la cama, lápices, papeles, libros, una foto de Antonio Machado tras unas espigas en una jarra de barro. El alcalde habló de hacerle una estatua. La gente se excusó: no había dinero”.

Muchos Don Nazarios han pasado por la historia, por las vidas de todos. Don Sebastián fue mi primer maestro. Maravilloso, sencillo y tierno. Dejó en mí la capacidad de soñar. Tampoco tiene una estatua en mi pueblo. Ellos no son noticia. Estamos en una sociedad que busca lo morboso, no lo hermoso; que indaga en la insidia, no en la frescura de la vida, en lo bello.

Aquella niña triste no hubiese podido expresar sus sentimientos sin el maestro que guió su mano inexperta hasta las líneas hermosas del poema. ¡Qué sería de nosotros si no pudiésemos expresar los sentimientos!

Miré por la ventana. La flor estaba allí. La niña la regaba. Una explosión de color brilló ante mis ojos. Alguien la había ensañado a cuidar de las plantas, a mirar el color, a pensar en la vida.

Llegó abril. Preñado de colores. Repleto de esperanzas.

¿Te ha gustado este contenido?. Compártelo:
0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *